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Siglo de Oro

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Por Siglo de Oro se entiende la época clásica o de apogeo de la cultura española, esencialmente el Renacimiento del siglo XVI y el Barroco del siglo XVII. Ciñéndose a fechas concretas de acontecimientos clave, abarca desde la publicación de la Gramática castellana de Nebrija en 1492 hasta la muerte de Calderón en 1681.

A finales del siglo XVIII ya se había popularizado la expresión «Siglo de Oro», con la que Lope de Vega aludía al suyo propio y que suscitaba la admiración de don Quijote en su famoso discurso sobre la Edad de Oro. En el siglo XIX la terminó de consagrar el hispanista norteamericano George Ticknor en su Historia de la literatura española, aludiendo al famoso mito de la Teogonía de Hesíodo en que hubo una serie de edades de hombres de distintos metales cada vez más degradados.

Con su unión dinástica, los Reyes Católicos esbozaron un estado políticamente fuerte, consolidado más adelante, cuyos éxitos envidiaron algunos intelectuales contemporáneos, como Nicolás Maquiavelo; pero ideológicamente dominado por la Inquisición eclesiástica.

Los judíos que no se cristianizan fueron expulsados en 1492 y se dispersaron fundando colonias hispanas por toda Europa, Asia y Norte de África, donde seguían cultivando su lengua y escribiendo literatura en castellano, de forma que produjeron también figuras notables, como el economista y escritor José Penso de la Vega, Miguel de Barrios, Juan de Prado, Isaac Cardoso, Abraham Zacuto, Isaac Orobio de Castro o Manuel de Pina. También en enero de 1492 Castilla conquista Granada, con lo que finaliza la etapa política musulmana peninsular, aunque una minoría morisca habite más o menos tolerada hasta tiempos de Felipe III. Además, en octubre Colón llega a América y el afán guerrero cultivado durante las guerras medievales de la Reconquista se proyectará sobre las nuevas tierras, como asimismo sobre Europa en "la gesta más extraordinaria de la historia de la Humanidad" según escribe el historiador Pierre Vilar.

Durante el apogeo cultural y económico de esta época, España alcanzó prestigio internacional e influencia cultural en toda Europa. Cuanto provenía de España era a menudo imitado; y se extiende el aprendizaje y estudio del idioma (véase Hispanismo).

Las áreas culturales más cultivadas fueron literatura, las artes plásticas, la música y la arquitectura. El saber se acumula en las prestigiadas universidades de Salamanca y Alcalá de Henares.

Las ciudades más importantes de este periodo son: Sevilla, por recibir las riquezas coloniales y a los comerciantes y banqueros europeos más importantes, junto con la delincuencia internacional; Madrid, como sede de la Corte, Toledo, Valencia y Zaragoza.

En el terreno de las humanidades su cultivo fue más extenso que profundo y de matiz más divulgativo que erudito, a pesar de que la filología ofreció testimonios eminentes como la Biblia políglota complutense o la Biblia regis o de Amberes de Benito Arias Montano, mientras que en el científico hubo avances importantes en Lingüística (Francisco Sánchez de las Brozas y su Minerva; las numerosas gramáticas de lenguas indias realizadas por los misioneros), Geografía, Cartografía, Antropología y Ciencias naturales (Botánica, Mineralogía etc.), como consecuencia del descubrimiento de América. Hubo también figuras eminentes en Matemáticas (Sebastián Izquierdo, Juan Caramuel, Pedro Nunes, Omerique, Pedro Ciruelo, Juan de Rojas y Sarmiento, Rodrigo Zamorano), Física, Medicina, Farmacología (Andrés Laguna), Psicología (Juan Luis Vives, Juan Huarte de San Juan) y Filosofía (Francisco Suárez). Igualmente se desarrollaron, a causa del gran impacto que tuvieron los descubrimientos de nuevos pueblos, el derecho natural y el derecho de gentes, con figuras como Bartolomé de Las Casas, influyente precursor de los derechos humanos y defensor del iusnaturalismo en su De regia potestate, o Francisco de Vitoria.

El Siglo de Oro abarca dos periodos estéticos, que corresponden al Renacimiento del siglo XVI (reinados de Fernando el Católico, Carlos I y Felipe II), y al Barroco del siglo XVII (reinados de Felipe III, Felipe IV y Carlos II). El eje de estas dos épocas o fases puede ponerse en el Concilio de Trento y la reacción contrarreformista.

Literatura

España produjo en su edad clásica algunas estéticas y géneros literarios característicos que fueron muy influyentes en el desarrollo ulterior de la Literatura Universal.

Entre las estéticas, fue fundamental el desarrollo de una realista y popularizante tal como se había venido fraguando durante toda la Edad Media peninsular como contrapartida crítica al excesivo, caballeresco y nobilizante idealismo del Renacimiento: se crean géneros tan naturalistas como el celestinesco (Tragicomedia de Calisto y Melibea de Fernando de Rojas, Segunda Celestina de Feliciano de Silva, etc.), la novela picaresca (Lazarillo de Tormes anónimo, Guzmán de Alfarache, de Mateo Alemán, Estebanillo González), o la protéica novela polifónica moderna (Don Quijote de la Mancha), que Cervantes definió como «escritura desatada».

A esta vulgarización literaria corresponde una subsecuente vulgarización de los saberes humanísticos mediante los populares géneros de las misceláneas o silvas de varia lección, leidísimas y traducidísimas en toda Europa, y cuyos autores más importantes son Pero Mejía, Luis Zapata, Antonio de Torquemada, etcétera.

A esta tendencia anticlásica corresponde también la fórmula de la comedia nueva creada por Lope de Vega y divulgada a través de su Arte nuevo de hacer comedias en este tiempo (1609): una explosión inigualable de creatividad dramática acompañó a Lope de Vega y sus discípulos, que quebrantaron como él las unidades aristotélicas de acción, tiempo y lugar: todos los autores dramáticos de Europa acudieron luego al teatro clásico español del Siglo de Oro en busca de argumentos y como una rica almoneda y cantera de temas y estructuras modernas cuyo pulimento les ofrecerá obras de carácter clásico.

Muchos de estos temas provenían de la rica tradición medieval pluricultural, árabe y hebrea, del Romancero y de la impronta italianizante de la cultura española, a causa de la presencia política del reino español en la península itálica durante largos siglos. Por otra parte, géneros dramáticos como el entremés y la novela cortesana introdujeron también la estética realista en los corrales de comedias, y aun la comedia de capa y espada tenía su representante popular en la figura del gracioso.

A esta corriente de realismo popularizador sucedió una reacción religiosa, nobiliaria y cortesana de signo Barroco que también hizo notables aportaciones estéticas, correspondiendo a una época de crisis política, económica y social. Al lenguaje claro y popular del siglo XVI, el castellano vivo, creador y en perpetua ebullición de Bernal Díaz del Castillo y Teresa de Jesús («sin afectación alguna escribo como hablo, y solamente tengo cuidado en escoger las palabras que mejor indican lo que quiero decir», escribía Juan de Valdés, de lo que se hacía eco Garcilaso cuando decía «más a las veces son mejor oídos / el puro ingenio y lengua casi muda / testigos limpios de ánimo inocente / que la curiosidad del elocuente») sucederá, aun siendo cronológicamente más reciente, la lengua más oscura, enigmática y cortesana del Barroco. Resulta, pues, que la literatura del Renacimiento de hace cinco siglos es más legible que la lengua del Barroco de hace cuatro.

La lengua literaria del Barroco se enrarece con las estéticas del Conceptismo y del Culteranismo, cuyo fin era elevar lo noble sobre lo vulgar, intelectualizando el arte de la palabra; la literatura se transforma en una especie de escolástica, en un juego o un espectáculo y las producciones moralizantes y por extremo ingeniosas de un Francisco de Quevedo y un Baltasar Gracián distorsionan la lengua, aportándole más flexibilidad expresiva y una nueva cantera de vocablos (cultismos). El lúcido Calderón crea la fórmula del auto sacramental, que supone la vulgarización antipopular y esplendorosa de la Teología, en deliberada antítesis con el entremés, que, sin embargo, todavía sigue teniendo curso; pues estos autores todavía son deudores y admiradores de los autores del XVI, a los que imitan conscientemente, aunque para no repetirse refinan sus fórmulas y estilizan cortesanamente lo que otros ya crearon, de forma que se perfeccionan temas y fórmulas dramáticas ya usadas por otros autores anteriores.

A fines del siglo XVI se desarrolla notablemente la Mística (Juan de la Cruz, San Juan Bautista de la Concepción, San Juan de Ávila, Santa Teresa de Jesús) y la Ascética (fray Luis de León, fray Luis de Granada), para entrar en el siglo XVII en decadencia tras una última corriente innovadora, el Quietismo de Miguel de Molinos.

Poesía

España experimentó una gran ola de italianismo que invadió la literatura y las artes plásticas durante el siglo XVI y que es uno de los rasgos de identidad del Renacimiento: Garcilaso de la Vega, Juan Boscán y Diego Hurtado de Mendoza introdujeron el verso endecasílabo italiano y el estrofismo y los temas del Petrarquismo; Boscán escribió el manifiesto de la nueva escuela en la Epístola a la duquesa de Soma y tradujo El cortesano de Baltasar de Castiglione en perfecta prosa castellana; contra estos se levantaron nacionalistas como Cristóbal de Castillejo o Fray Ambrosio Montesino, partidarios del octosílabo y de las coplas castellanas, pero igualmente renacentistas. En la segunda mitad del siglo XVI ambas tendencias coexistieron y se desarrolló la ascética y la mística, alcanzándose cumbres como las que representan San Juan de la Cruz, Teresa de Jesús y fray Luis de León; el petrarquismo siguió siendo cultivado por autores como Fernando de Herrera, y un grupo de jóvenes nuevos autores comenzó a desarrollar un Romancero nuevo, a veces de tema morisco: Lope de Vega, Luis de Góngora y Miguel de Cervantes; el mejor poema de épica culta en español fue compuesto en esta época por Alonso de Ercilla, La Araucana, que narra la conquista de Chile por los españoles, y entre las figuras excepcionales de la lírica figuran poetas tan interesantes como Francisco de Aldana, al lado de figuras como Andrés Fernández de Andrada, los hermanos Bartolomé y Lupercio Leonardo de Argensola, Francisco de Rioja, Rodrigo Caro, Baltasar del Alcázar o Bernardo de Balbuena.

Posteriormente, durante el siglo XVII, la expresión literaria fue dominada por los movimientos estéticos del conceptismo y del culteranismo, expresado el primero en la poesía de Francisco de Quevedo y el segundo en la lírica de Luis de Góngora. El conceptismo se distinguía por la economía en la forma, a fin de expresar el máximo significado en un mínimo de palabras; esta complejidad se expresaba sobre todo en paradojas y elipsis. El culturanismo, por el contrario, extendía la forma de un significado mínimo y se distinguía por la complejidad sintáctica, por el uso constante del hipérbaton, que hace muy difícil la lectura, y por la profusión de los elementos ornamentales y culturalistas en el poema, que debía descifrarse como un enigma. Ambos parecen sin embargo las caras de una misma moneda que intentaba aquilatar la expresión para hacerla más difícil y cortesana. Luis de Góngora atrajo a su estilo a poetas importantes de personalidad muy acusada, como el Conde de Villamediana, Gabriel Bocángel, sor Juana Inés de la Cruz o Juan de Jáuregui, mientras que el conceptismo tuvo a seguidores más templados, como el Conde de Salinas o imbuidos de un culto casticismo, como Lope de Vega o Bernardino de Rebolledo.

Teatro

El «monstruo de la naturaleza», como lo llamó Cervantes, fue, en el Siglo de Oro, Lope de Vega, también conocido como «el Fénix de los Ingenios», autor de cerca de 1.500 obras teatrales, novelas, poemas épicos y narrativos y varias colecciones de poesía lírica profana, religiosa y humorística. Lope destacó como consumado maestro del soneto. Su aportación al teatro universal fue principalmente una portentosa imaginación, de la que se aprovecharon sus contemporáneos y sucesores extrayendo temas, argumentos, motivos y toda suerte de inspiración. Su teatro, polimétrico, rompe con las unidades de acción, lugar y tiempo, y también con la de estilo, mezclando lo trágico con lo cómico. Expuso su peculiar arte dramático en su Arte nuevo de hacer comedias en este tiempo (1609). Flexibilizó las normas clasicistas del aristotelismo para adecuarse a su tiempo y abrió con ello las puertas a la renovación del arte dramático. También creó el molde de la llamada comedia de capa y espada.

Junto a él, destacan sus discípulos Guillén de Castro, que prescinde del personaje cómico del gracioso y elabora grandes dramas caballerescos sobre el honor junto a comedias de infelicidad conyugal o tragedias en las que se trata el tiranicidio; Juan Ruiz de Alarcón, que aportó su gran sentido ético de crítica de los defectos sociales y una gran maestría en la caracterización de los personajes; Luis Vélez de Guevara, al que se le daban muy bien los grandes dramas históricos y de honor; Antonio Mira de Amescua, muy culto y fecundo en ideas filosóficas, y Tirso de Molina, maestro en el arte de complicar diabólicamente la trama y crear caracteres como el de Don Juan en El burlador de Sevilla.

El otro gran dramaturgo áureo en crear una escuela propia fue Pedro Calderón de la Barca; sus personajes son fríos razonadores y con frecuencia obsesivos; su versificación reduce conscientemente el repertorio métrico de Lope de Vega y también el número de escenas, porque las estructuras dramáticas están más cuidadas y tienden a la síntesis; se preocupa también más que Lope por los elementos escenográficos y refunde comedias anteriores, corrigiendo, suprimiendo, añadiendo y perfeccionando; es un maestro en el arte del razonamiento silogístico y utiliza un lenguaje abstracto, retórico y elaborado que sin embargo supone una vulgarización comprensible del culteranismo; destaca en especial en el auto sacramental, género alegórico que se avenía con sus cualidades y llevó a su perfección, y también en la comedia.

Tuvo por discípulos e imitadores de estas cualidades a una serie de autores que refundieron obras anteriores de Lope o sus discípulos puliéndolas y perfeccionándolas: Agustín Moreto, maestro del diálogo y la comicidad cortesana; Francisco de Rojas Zorrilla, tan dotado para la tragedia como para la comedia; Antonio de Solís, también historiador y propietario de una prosa que ya es neoclásica, o Francisco Bances Candamo, teorizador sobre el drama, entre otros no menos importantes.

Pueden citarse como obras maestras representativas del teatro Barroco español la Numancia de Miguel de Cervantes, un sobrio drama heroico nacional; de Lope, El caballero de Olmedo, drama poético al borde mismo de lo fantástico y lleno de resonancias celestinescas; Peribáñez y el Comendador de Ocaña, antecedente del drama rural español; El perro del hortelano, deliciosa comedia donde una mujer noble juguetea con las intenciones amorosas de su plebeyo secretario, La dama boba, donde el amor perfecciona a los seres que martiriza, y Fuenteovejuna, drama de honor colectivo, entre otras muchas piezas donde siempre hay alguna escena genial.

Las mocedades del Cid de Guillén de Castro, inspiración para el famoso «conflicto cornelliano» de Le Cid de Pierre Corneille; Reinar después de morir de Luis Vélez de Guevara, sobre el tema de Inés de Castro, que pasó con esta obra al drama europeo; La verdad sospechosa y Las paredes oyen, de Juan Ruiz de Alarcón, que atacan los vicios de la hipocresía y la maledicencia y sirvieron de inspiración para Molière y otros comediógrafos franceses; El esclavo del demonio de Antonio Mira de Amescua, sobre el tema de Fausto; La prudencia en la mujer, que explora el tema de la traición reiterada y donde aparece el recio carácter de la reina regente María de Molina, y El burlador de Sevilla, de Tirso de Molina, sobre el tema del donjuán y la leyenda del convidado de piedra.

De Calderón destacan obras maestras como La vida es sueño, sobre los temas del libre albedrío y el destino; El príncipe constante, donde aparece una concepción existencial de la vida; las dos partes de La hija del aire, la gran tragedia de la ambición en la persona de la reina Semíramis; los grandes dramas de honor sobre personajes enloquecidos por los celos, como El mayor monstruo del mundo, El médico de su honra o El pintor de su deshonra.

De entre sus comedias destacan La dama duende, y cultivó asimismo dramas mitológicos como Céfalo y Procris, de los que él mismo sacó la comedia burlesca del mismo título; también, autos sacramentales como El gran teatro del mundo o El gran mercado del mundo.

Entre sus discípulos tenemos las comedias clásicas de Agustín Moreto, como El desdén con el desdén, El lindo don Diego y San Franco de Sena; Francisco de Rojas Zorrilla con la comedia de figurón Entre bobos anda el juego, el drama de honor Del rey abajo ninguno y la deliciosa y moderna comedia de Abre el ojo. De Antonio de Solís, El amor al uso y Un bobo hace ciento; de Francisco Bances Candamo, las tragedias políticas El esclavo en grillos de oro y La piedra filosofal.

Otro género teatral importante, y a veces descuidado por la crítica, es el entremés, donde mejor y con más objetividad puede estudiarse la sociedad española durante el Siglo de Oro. Se trata de una pieza cómica en un acto, escrita en prosa o verso, que se intercalaba entre la primera y la segunda jornada de las comedias. Corresponde a la farsa europea, y en él destacaron autores como Luis Quiñones de Benavente y Miguel de Cervantes, entre otros.

Prosa

La prosa en el Siglo de Oro ostenta géneros y autores que han pasado a la historia de la literatura universal. La conquista de América dio lugar al género de las Crónicas, entre las que podemos encontrar algunas obras maestras, como las de Fray Bartolomé de Las Casas, el Inca Garcilaso de la Vega, Bernal Díaz del Castillo, Antonio de Herrera y Tordesillas y Antonio de Solís. También son espléndidas algunas autobiografías de soldados, como las de Alonso de Contreras o Diego Duque de Estrada. La primera obra maestra fue sin duda La Celestina, pieza teatral irrepresentable y originalísima obra de un desconocido autor y de Fernando de Rojas, que marcó para siempre el Realismo en una parte esencial de la literatura española, cuya riqueza abona también ficciones caballerescas tan maravillosas y fantásticas como los libros de caballerías, menos leídos en la actualidad de lo que merecen, habida cuenta de que figuran entre sus piezas más destacadas novelas como Tirante el Blanco, escrita en valenciano, Amadís de Gaula o el Palmerín de Inglaterra; un autor característico del género fue Feliciano de Silva.

La novela picaresca tiene entre sus títulos obras maestras como el anónimo Lazarillo de Tormes, una sátira anticlerical y descarnada de las ínfulas de nobleza y el sentido de la honra de la clase alta; la Vida del pícaro Guzmán de Alfarache de Mateo Alemán, pesimista reflexión sobre el destino humano; la Vida del escudero Marcos de Obregón de Vicente Espinel, llena por el contrario de alegría de la vida; El Buscón de Francisco de Quevedo, una obra maestra del humor y del lenguaje conceptista, y el anónimo Estebanillo González, que ofrece una visión espléndida de la decadencia de España en el escenario europeo. La novela cortesana suministró las obras maestras que constituyen las Novelas ejemplares de Miguel de Cervantes, cada una en sí misma un experimento narrativo; su inmortal Don Quijote de la Mancha, de la que habría que escribir capítulo aparte a causa de la riqueza de los contenidos y cuestiones que plantea y que viene a ser la primera novela polifónica de la literatura europea. La novela pastoril cuenta con obras maestras como las Dianas de Jorge de Montemayor y de Gaspar Gil Polo, o Siglo de Oro en las selvas de Erifile de Bernardo de Balbuena. La novela bizantina cuenta con ejemplos como El peregrino en su patria de Lope de Vega, quien realiza la hazaña de incluir todas sus aventuras en la Península, o el Persiles de Cervantes. Novela filosófica emparentada con este género es el Criticón, de Baltasar Gracián, alegoría de la vida humana. La prosa doctrinal, en ciernes ensayística, tiene por autores modélicos a Pero Mejía, Luis Zapata, Fray Antonio de Guevara (Epístolas familiares), fray Luis de León (De los nombres de Cristo), San Juan de la Cruz (Comentarios al Cántico espiritual y otros poemas), Francisco de Quevedo (Marco Bruto y Providencia de Dios) y Diego Saavedra Fajardo (República literaria y Corona gótica).

Artes plásticas y pintura

En las artes plásticas destaca la pintura; a la primera fase corresponden los dos Berruguetes, el pintor Pedro y el escultor Alonso, Pedro Machuca, Luis de Morales, los leonardescos Juan de Juanes y Fernando Yáñez de la Almedina; a la segunda Vicente Macip, Juan Fernández de Navarrete, «el Mudo», Alonso Sánchez Coello, los dos Herreras (el Viejo y el Mozo), así como El Greco, principal exponente del Manierismo pictórico en Castilla.

Al barroco pertenecen Diego Velázquez, pintor de complejas composiciones intelectualizadas que ahonda en el misterio de la cruda e intensa luz y la perspectiva aérea; los tenebristas caravaggiescos Francisco de Zurbarán, gran pintor de frailes y bodegones, Francisco Ribalta y José de Ribera, formado en Italia, donde era llamado «el Españoleto», y a quien se le daban especialmente bien las tonalidades de la piel; en Sevilla se oscila entre la dulzura de Bartolomé Esteban Murillo y el tenebrismo tétrico de Juan de Valdés Leal, y en Córdoba Antonio del Castillo.

Hay que citar también a Juan Bautista Maíno, pintor de alegorías políticas, Claudio Coello, Juan Carreño de Miranda, Vicente Carducho, el retratista Juan Pantoja de la Cruz; Luis Tristán, uno de los escasos discípulos de El Greco, que añade al estilo del maestro elementos naturalistas; Juan Bautista Martínez del Mazo, Pedro Orrente, Bartolomé González, Juan Sánchez Cotán, famoso por sus bodegones, Eugenio Cajés, Antonio Pereda, autor de El sueño del caballero; Mateo Cerezo, el paisajista Francisco Collantes, Juan Antonio Frías y Escalante, José Antolínez y otros muchos.

En lo tocante a a escultura hay que nombrar por supuesto el correlato de la ascética y la mística del siglo XVI: Gregorio Fernández, Juan de Juni, Alonso Cano, también pintor.

Música

También para la música española fue este el siglo de oro. La labor de compositores cortesanos, que unían su labor de músico a la de dramaturgo y poeta, tiene un buen ejemplo en Juan del Encina en el siglo XV y XVI o en el siglo XVII Juan Hidalgo, que musicó las zarzuelas de Pedro Calderón de la Barca como también hará Tomás de Torrejón y Velasco.

Pero más importante aún fue la labor de compositores y organistas que, partiendo del motete y el madrigal italiano de Palestrina, desarrollaron una gran polifonía, al servicio sobre todo de los oficios religiosos. Destacan las figuras de Cristóbal de Morales, Francisco Guerrero y sobre todo la del gran Tomás Luis de Victoria, majestuosa, inspirada y mística. Se ha comparado en su profundidad y emoción ascética a la pintura de El Greco, y hoy, gracias a la labor de estudiosos y difusores de su música como Jordi Savall, es reconocido como uno de los más grandes compositores de todos los tiempos.

Destaca la escuela de vihuela española del siglo XVI. Aparecieron grandes figuras, como Esteban Daza, Miguel de Fuenllana, Luys de Milán, Alonso Mudarra, Luis de Narváez y Enríquez de Valderrábano. Gaspar Sanz, ya en el último cuarto del siglo XVII, dio un impulso definitivo a la guitarra, con su obra Instrucción de música sobre la guitarra española.

Por su obra para teclado ganaron fama Antonio de Cabezón, en el siglo XVI, y Juan Bautista Cabanilles y Francisco Correa de Arauxo, en el siglo XVII.

Todos ellos conformaron un periodo de esplendor para la música española, que, salvo figuras aisladas, no volvió a alcanzar las cotas a las que se llegó en esta época.

Sin embargo gran parte de este patrimonio musical se ha perdido, y al respecto bien vale recordar a Francisco de Salinas, cuya música tanto deleitaba a Fray Luis de León, pero del que no se ha conservado ninguna partitura (véase Música española del Renacimiento y el Barroco).

Arquitectura

En el siglo XVI se pasa del estilo plateresco del Renacimiento durante los Reyes Católicos al más plenamente renacentista durante el reinado de Carlos I; después, durante el de su hijo Felipe II, surge el Manierismo de Juan de Herrera, creador del Estilo herreriano y del monumental Monasterio de San Lorenzo de El Escorial, y durante el siglo XVII domina el Barroco y Churrigueresco.

En España, el Renacimiento comenzó unido a las formas góticas en las últimas décadas del siglo XV. El estilo comenzó a extenderse sobre todo a manos de arquitectos locales: es la razón de un estilo renacentista específicamente español, que reunió la influencia de la arquitectura del sur de Italia, a veces proveniente de libros ilustrados y pinturas, con la tradición gótica y la idiosincrasia local. El nuevo estilo se llama plateresco, debido a las fachadas decoradas en exceso, que recuerdan a los intrincados trabajos de los plateros. Órdenes clásicas y motivos de candeleros (candelieri) se combinan con libertad en conjuntos simétricos.

En este contexto, el Palacio de Carlos V realizado por Pedro Machuca, en Granada, supuso un logro inesperado dentro del Renacimiento más avanzado de la época. El palacio puede ser definido como una anticipación al manierismo, debido a su dominio del lenguaje clásico y sus logros estéticos rupturistas. Fue construido antes de las principales obras de Miguel Ángel y Palladio. Su influencia fue muy limitada y mal entendida, las formas platerescas se imponían en el panorama general.

Según pasaban las décadas, la influencia gótica desaparece y la búsqueda de un clasicismo ortodoxo alcanzó niveles muy altos. Aunque el plateresco es un término usado habitualmente para definir a la mayoría de la producción arquitectónica de finales del siglo XV y primera mitad del siglo XVI, algunos arquitectos adquirieron un gusto más sobrio, como Diego de Siloé, Rodrigo Gil de Hontañón y Gaspar de Vega. Ejemplos de plateresco son las fachadas de la Universidad de Salamanca y del Hostal San Marcos de León.

La cumbre del Renacimiento español está representado por el Real Monasterio de El Escorial, realizado por Juan Bautista de Toledo y Juan de Herrera, en el que una adherencia excesiva al arte de la antigua Roma fue superado por el estilo extremadamente sobrio. La influencia de los techos flamencos, el simbolismo de la escasa decoración y el preciso corte del granito establecieron la base para un estilo nuevo, el herreriano.

Con un estilo más próximo al manierismo, el siglo se cierra con arquitectos como Andrés de Vandelvira (Catedral de Jaén).

Cuando las influencias barrocas italianas llegaron a España, gradualmente sustituyeron en el gusto popular al sobrio gusto clasicista que había estado de moda desde el siglo XVI. Tan pronto como en 1667, las fachadas de la Catedral de Granada de Alonso Cano y la de Jaén de Eufrasio López de Rojas indican la facilidad de su interpretación a la manera barroca de los motivos tradicionales de las catedrales españolas.

El barroco local mantiene raíces en Herrera y en la construcción tradicional en ladrillo, desarrollada en Madrid a lo largo del siglo XVII (Plaza Mayor y Ayuntamiento de Madrid).

En contraste al barroco de la Europa septentrional, el arte español de la época busca agradar a los sentidos más que al intelecto. La familia Churriguera, que se especializó en altares y retablos, se rebelaron contra la sobriedad del clasicismo herreriano y promocionaron un estilo intrincado, exagerado y casi caprichoso de decoración superficial, conocido como churrigueresco. En medio siglo, convirtieron Salamanca en una ciudad churrigueresca ejemplar.

La evolución del estilo pasó por tres fases. Entre 1680 y 1720, los Churriguera popularizaron la mezcla de columna salomónica de Guarini y el orden compuesto, conocido como «orden suprema». Entre 1720 y 1760, la columna churrigueresca o estípite, en forma de cono o obelisco invertido, se estableció como elemento principal de la decoración ornamental. Los años 1760 a 1780 vieron un desplazamiento gradual del interés desde el movimiento retorcido y excesivo de la ornamentación hacia el equilibrio y la sobriedad del neoclásico.

Dos de las más espectaculares creaciones del barroco español son las fachadas de la Universidad de Valladolid (Diego Tomé, 1719) y del Hospicio de San Fernando en Madrid (Pedro de Ribera, 1722), cuya extravagancia curvilínea parece anunciar a Antoni Gaudí y el modernismo. En este caso y en muchos otros, el diseño incluye el juego de techos y elementos decorativos con poca relación con la estructura y función. sin embargo, el barroco churrigueresco ofrece alguna de las combinaciones de luz y espacio más espectaculares, como en la Cartuja de Granada, considerada la apoteosis del churrigueresco aplicado a espacios interiores, y el «transparente» de la Catedral de Toledo de Narciso Tomé, donde escultura y arquitectura se integran para conseguir un efecto dramático de la luz.

El Palacio Real de Madrid y las construcciones del Paseo del Prado (Salón del Prado y Puerta de Alcalá) también en Madrid, merecen ser mencionados. Fueron construidos en el sobrio barroco internacional, a menudo confundido con el neoclásico, por los reyes borbones Felipe V y Carlos III. Los palacios reales de La Granja de San Ildefonso, en Segovia, y el de Aranjuez, en Madrid, son buenos ejemplos de la integración de arquitectura y jardines del barroco, con notable influencia francesa (La Granja es conocido como el «Versalles español»), pero con concepción espacial local, que de alguna manera muestra herencia de la ocupación musulmana.

El rococó se introdujo en España por primera vez en la Catedral de Murcia, en 1733, en su fachada occidental. También en la zona levantina, se destaca la exuberante decoración de la puerta del palacio del Marqués de Dos Aguas en Valencia, diseñada por el pintor y grabador Hipólito Rovira (1740-1744). El mejor representante del estilo fue el maestro español Ventura Rodríguez, responsable de la Santa Capilla de la Virgen del Pilar (1750) en el interior del templo de Nuestra Señora del Pilar en Zaragoza.

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